De noche, bajo la helada.
Las mortecinas luces de las calles apenas alumbraban. Mi padre, con
un haz de bálago bajo el brazo, se dirigía a hacer el aguardiente.
Yo era pequeño y le acompañaba. La fabricación artesanal del
orujo se hacía de forma clandestina. Isidoro
Casas Gutiérrez, al que se le conocía vecinalmente como Ti
Sidoru “Pelos Malos”, era el aguardentero que tenía el
alambique. Alto y reseco, de pelo áspero y rebelde y con dos brazos
que parecían dos sarmientos. Cuando ya peinó muchas canas y su
boca, grande como la de un capacho y siempre risueña, se quedó sin
dientes, me contó muchas cosas. Siempre le había gustado hacer “la
antruejá”. Él era puro carnaval y aún le recuerdo un año, en
carnestolendas, con un artilugio semejante a una vieja máquina de
retratar, con sus patas de trípode, que, al colocarse la gente ante
ella, soltaba un frío chorro de agua, empapando a los que,
chulamente, posaban. “Me guhtaban muchu loh carnaválih –me
refería-, peru el añu dispué de la Guerra los guárdiah me
metierun en el calabozu pol jadel la antruejá”. Y supe por él
que se cubrió toda la cabeza, las piernas y los brazos con plumones
de las gallinas. “Jidi cumu un pegamentu con sarrina de loh
ciruéluh y me apegué múchuh prumónih, que loh llamámuh agüelítuh
cánuh y, con Ti Jeremia
“La Grilla”, que iba vihtía de güevera, íbamuh pol lah
cállih echandu puñáuh de prumónih pa lo altu y venga a cantal
aquellu de <El mi agüelitu canu,/no vaígah pal cielu,/c,allí
ehtá Bolicu,/el lobu lobatu,/el lobu loberu,/cabeza de jierru/cabeza
jerreru,/te tira un viaji,/te meti un bocau,/te quea alobadau/ y
adiós el mi agüelu”>.
Años oscuros y de
miedo. El romance lorquiano de la Guardia Civil española seguía
extendiendo su represiva sombra por calles y plazuelas. Habían
prohibido el carnaval y sus máscaras. A Ti
Isidoro, al igual que a Antoñito
el Camborio, “guardia civil caminera lo llevó codo con
codo”. Y se chupó todos los carnavales en el calabozo. A
aquellos aciagos años parece que volvemos ahora, porque,
desgraciadamente, toda una pandilla de las que se hace llamar gente
de orden (de “su orden”, claro está) ha montado un perverso
carnaval que es la antítesis de los auténticos antruejos. Para
éstos, como escribía Mariano
José de Larra el 14 de marzo de 1833, “todo el año es
carnaval”. Se enmascaran de píos y beatas para invocar a no sé
cuantas vírgenes y santas y colgarles áureas medallas. Y aquel
mozo progre y niño pera que hoy es ministro de Justicia y enseñó
su verdadera faz, se pone la más fea de las caretas para cepillarse
la Justicia Universal. Ya pueden juristas de prestigio clamar contra
esa retrógrada reforma, que dificultará la investigación de los
delitos del crimen organizado, como es el caso del narcotráfico, y
que dejará desprotegidas a las mujeres víctimas de la mutilación
genital o que sufren explotación sexual, entre otras muchas
barbaries. ¿A qué extrañarse de este horroroso carnaval? Es la
derecha la que tiene las riendas del poder y es consecuente con su
ideología, con su tufo cavernario, sus cenizas y cilicios y su cara
avinagrada.
Dice un viejo refrán
que “no hay carnaval sin cuaresma”. Pues para los que amagan con
el palo al pueblo y ni siquiera ofrecen la zanahoria, su antropófago
carnaval es una eterna cuaresma. Larra,
bajo el seudónimo de “El Pobrecito Hablador”, decía: “en
todas partes hay máscaras todo el año. Sal a la calle y las verás
de balde”. Cuán cierto es: basta con mirar los rostros, que ya
de por sí son verdaderas máscaras, de esos pinochos que, en
palabras de su condottiero, Mariano
Rajoy, dicen haber cruzado ya el cabo de Hornos. ¿Por qué
no se bajan de sus pedestales y se acercan a los comedores sociales,
a los campamentos Dignidad de nuestra bellotera tierra
(criminalizados, incluso, por una tal ortodoxa izquierda) y a las
kilométricas colas del paro?
A Ti
Sidoru “Pelos Malos”, auténtico Alonso
Quijano redivivo, siempre con la sonrisa en sus mutiladas
encías, al que le mataron a su hermano Pablo,
sargento del Tercio, en febrero de 1937, defendiendo el espolón del
Pingarrón, le metieron en el calabozo por hacer los carnavales. A
otros por hacer esa carnavalada que se ríe sádicamente de la clase
trabajadora, a la que invitan a joderse, la aplauden hasta romperse
las manos sus disciplinadas harcas y, traicionando a los suyos, les
llenan las urnas de papeletas aquellos que, en palabras del
economista y humanista José
Luis Sanpedro, les pisan el cuello con sus negras botas y,
encima, les lamen las suelas. Otro adagio relata que “al perro y
al carcamal los mantean por carnaval”. Pues a tiempo estamos
ahora, cuando don Carnal recorre nuestras villas y lugares, de
mantear (las guillotinas, para otro momento) a tanto carcundia,
carcamal y sacamantecas como anda suelto.
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