“Mi
madri entregó un jilu de oru preciosu”, me relataba Piedad Osuna
Jiménez. Ciertamente, Ti María Jiménez Montero, tenía
miedo de que a su marido lo llevasen a la Guerra y se desprendió de
aquella reliquia antigua, heredada de sus mayores. Los
fascistas instaban a la gente a contribuir con el oro viejo a la
causa de los generales sublevados, los que querían Una
España, Grande y Libre. Pero a Ti Bernardo Osuna Miguel le
obligaron a coger un fusil y marchar al frente. Nuestro
paisano, el hijo de Ti Sinforiano Osuna Corrales y de Ti Juana Miguel
Hernández, fue bautizado como “Chascaera” por un vecino al que
le decían Ti Juan “Nové” (Juan Gutiérrez Esteban). Y es
que, desde chico, Bernardo tenía respuesta para todo. “No
cerraba el picu ni anqui le pusiesen un vetiju en la boca”, según
contaba Colás “Chascaera”, otro de sus hijos.
Ti
Bernardo formó parte de las últimas quintas movilizadas. Le
destinaron a cargar cuerpos hechos pingajos a las costillas y
llevarlos a los camiones. De aquellos tétricos sinsabores le
vinieron infecciones estomacales y atascos en bronquios y pulmones.
Regresó más muerto que vivo. Como era un puro marro, se
afanó en reventarse a trabajar. Se fue consumiendo de tanto
doblarse sobre la tierra y el día de San Fermín de 1963, con tan
solo 55 años, cayó para no levantarse jamás.
Paco “Chascaera” también era hijo suyo. Cuando un día escuchó por la radio que iban a darle a fulanito y a menganito las medallas de Extremadura, me comentó: “A mi padri era al que se la tenían que habel dau, que ési sí que sufrió pol la patria y jocicó de brúcih de tantu trabajal de día y de nochi, ¡y ni una perra le dierun!” Cierto es que ya va remitiendo la epidemia de “Adolfitis”, pero no hace cuatro días que la Asamblea de Extremadura decidió concederle, a título póstumo, la medalla de Extremadura a Adolfo Suárez, expresidente del gobierno. Todas las fuerzas políticas fueron conformes. Dice un proverbio árabe que “si alguien te aplaude, no presumas hasta saber quién fue”. Resulta curioso y paradójico que toda una piara de aplaudidores, atacados de “Adolfitis”, en su día, bien fueren ellos o sus partidos, les metieran el dedo en el ojo (por no decir en otras partes) a aquel que no fue falangista, como han afirmado muchos medios, sino franco-falangista, que es cosa abismalmente distinta.
No sé muy bien si Adolfo Suárez, como afirman algunos, fue un segundón con ambiciones, que se creyó su papel a la hora de capitanear la llamada Transición, que puede que para muchos de nosotros fuese un tránsito a ninguna parte. Nadie puede restarle cierto olfato político y una interesada astucia. Pero lo que es radicalmente cierto es que no fue un falangista auténtico, ya que no sabemos que se opusiera a la dictadura de Franco, ni alentara la nacionalización de la banca y del crédito, ni preconizara una revolucionaria reforma agraria, ni persiguiera la autogestión en las fábricas, ni propusiera la socialización de los medios de producción, ni fuera visceralmente antimonárquico o buscara la consecución de una república sindical. El de Cebreros tal vez fuera un oportunista, que supo escalar altas torres debido a la aureola de simpatía que irradiaba y a una posible fortaleza e integridad que parecían acorazar sus entresijos.
“Muerto el burro, la cebá al rabo”, refiere un antiguo refrán. Y cuando la parca le dio la estocada final, la “Adolfitis” se convirtió en pandemia. Repugna el cinismo de la caverna mediática, lamiéndole al expresidente del gobierno la canal de entre las ancas por su contribución al consenso. Vergonzoso cuando esas cadenas de radio, televisiones y periódicos ultramontanos y casposos están un día sí y otro también dinamitando otras aquiescencias y el pan y la justicia del pueblo llano. Asco de esa derecha que procede de Alianza Popular, que se hartó de llamarle traidor, y asco también de ese PSOE que le tildaba de “tahúr del Misisipi”.
Paco “Chascaera” también era hijo suyo. Cuando un día escuchó por la radio que iban a darle a fulanito y a menganito las medallas de Extremadura, me comentó: “A mi padri era al que se la tenían que habel dau, que ési sí que sufrió pol la patria y jocicó de brúcih de tantu trabajal de día y de nochi, ¡y ni una perra le dierun!” Cierto es que ya va remitiendo la epidemia de “Adolfitis”, pero no hace cuatro días que la Asamblea de Extremadura decidió concederle, a título póstumo, la medalla de Extremadura a Adolfo Suárez, expresidente del gobierno. Todas las fuerzas políticas fueron conformes. Dice un proverbio árabe que “si alguien te aplaude, no presumas hasta saber quién fue”. Resulta curioso y paradójico que toda una piara de aplaudidores, atacados de “Adolfitis”, en su día, bien fueren ellos o sus partidos, les metieran el dedo en el ojo (por no decir en otras partes) a aquel que no fue falangista, como han afirmado muchos medios, sino franco-falangista, que es cosa abismalmente distinta.
No sé muy bien si Adolfo Suárez, como afirman algunos, fue un segundón con ambiciones, que se creyó su papel a la hora de capitanear la llamada Transición, que puede que para muchos de nosotros fuese un tránsito a ninguna parte. Nadie puede restarle cierto olfato político y una interesada astucia. Pero lo que es radicalmente cierto es que no fue un falangista auténtico, ya que no sabemos que se opusiera a la dictadura de Franco, ni alentara la nacionalización de la banca y del crédito, ni preconizara una revolucionaria reforma agraria, ni persiguiera la autogestión en las fábricas, ni propusiera la socialización de los medios de producción, ni fuera visceralmente antimonárquico o buscara la consecución de una república sindical. El de Cebreros tal vez fuera un oportunista, que supo escalar altas torres debido a la aureola de simpatía que irradiaba y a una posible fortaleza e integridad que parecían acorazar sus entresijos.
“Muerto el burro, la cebá al rabo”, refiere un antiguo refrán. Y cuando la parca le dio la estocada final, la “Adolfitis” se convirtió en pandemia. Repugna el cinismo de la caverna mediática, lamiéndole al expresidente del gobierno la canal de entre las ancas por su contribución al consenso. Vergonzoso cuando esas cadenas de radio, televisiones y periódicos ultramontanos y casposos están un día sí y otro también dinamitando otras aquiescencias y el pan y la justicia del pueblo llano. Asco de esa derecha que procede de Alianza Popular, que se hartó de llamarle traidor, y asco también de ese PSOE que le tildaba de “tahúr del Misisipi”.
Le
negaron el pan y la sal, y, ahora, hasta el pinocho e hipócrita
presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, ha instado a cambiar el
nombre del aeropuerto madrileño de Barajas por el de Adolfo Suárez.
La mala conciencia de muchos les lleva a repartir rótulos por
doquier con el nombre del que fuera Ministro secretario general del
Movimiento con el general Franco. Hasta los concejales del
grupo socialista del Ayuntamiento de Cáceres han solicitado
que el Pabellón Multiusos ostente su nombre. ¡Vivir para
ver! Más les valía que hubieran propuesto tirar abajo la
placa de la avenida del dictador Miguel Primo de Rivera y poner, en
su lugar, otro nombre más decente. Bien decía el filósofo
Aristóteles que “todos los aduladores son mercenarios y todos los
hombres de bajo espíritu son aduladores”.
Medallas, calles, pabellones, aeropuertos… Todo es poco. El renombrado periodista Manuel Alcántara ha dado en el clavo cuando exclama: “A los hagiógrafos de Adolfo Suárez solo les falta pedir su beatificación”. Si el expresidente pudiera salir de su tumba, a más de dos les ponía su derecha bota de azul desteñido sobre el pescuezo. Ya lo decía el escritor francés Paul Valéry: “Cuando alguien te lame las suelas de los zapatos, colócale el pie encima antes de que comience a morderte”. Ti Bernardo “Chascaera” nunca recibió medalla alguna, y seguro que si alguien se hubiera acercado a colgársela del cuello, posiblemente habría salido por peteneras: “¡Medállah ni hóhtiah! ¡Dihpuéh d,ehchangalmi la vida, me vienin con éhtah andróminah! ¡Que voh den pol culu a tóh! ¡Que coju un ehtaonchu y voh pongu a caldo a tóh, dehgraciáuh!
Medallas, calles, pabellones, aeropuertos… Todo es poco. El renombrado periodista Manuel Alcántara ha dado en el clavo cuando exclama: “A los hagiógrafos de Adolfo Suárez solo les falta pedir su beatificación”. Si el expresidente pudiera salir de su tumba, a más de dos les ponía su derecha bota de azul desteñido sobre el pescuezo. Ya lo decía el escritor francés Paul Valéry: “Cuando alguien te lame las suelas de los zapatos, colócale el pie encima antes de que comience a morderte”. Ti Bernardo “Chascaera” nunca recibió medalla alguna, y seguro que si alguien se hubiera acercado a colgársela del cuello, posiblemente habría salido por peteneras: “¡Medállah ni hóhtiah! ¡Dihpuéh d,ehchangalmi la vida, me vienin con éhtah andróminah! ¡Que voh den pol culu a tóh! ¡Que coju un ehtaonchu y voh pongu a caldo a tóh, dehgraciáuh!
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